miércoles, 26 de diciembre de 2007

Un cuento de Navidad.

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este cuento me lo contó un viejo
me dijo que era cierto
y yo le creo
porque en mis noches con luna y sin luna
nunca vi ninguna carreta
de esas que ahora les dicen trineo

también se que es cierto
porque me lo contaron muchas de las niñas
a las que yo les tiraba flores

aqui está el cuento
el que yo se que es cierto.

cipitío.


Un cuento de Navidad.

Desde que había comenzado Diciembre había visto casi todos los comerciales relacionados a la Navidad que en la televisión se presentaban. Se los podía de memoria y hasta en sus sueños los recitaba. Sabía por ejemplo que si se portaba bien, Santa le traería todo lo que él deseara.

Era esta la época del año que su mamá aprovechaba para en los inicios del mes hacer una gran cantidad de adornos navideños que vendería en los días previos al 24 de Diciembre. En su casa se respiraba un ambiente febril porque su mamá, él, y todos sus demás hermanos y hermanas participaban de una forma u otra en el proceso de fabricación de dichos adornos.

Como no tenía que ir a la escuela, su horario dependía de los demás eventos que se desarrollaban en casa. Se despertaba cuando se encendía la luz de su cuarto, que era el cuarto de su mamá, y el cuarto de sus demás hermanos, y también el cuarto de sus demás hermanas. No tenía que levantarse de su cama para sentir el olor a desayuno que su hermana mayor preparaba en la mañana ya que la cocina quedaba a sólo unos pocos pasos del dormitorio.

A veces acompañaba a su mamá a hacer los mandados. Por ejemplo, todavía estaban frescos en su memoria los recuerdos del Día de los Difuntos y de todas esas cosas que su mamá había comprado para hacer todas esas flores artificiales que fueron vendidas ese día. Pero lo que más recordaba era haber metido sus dedos en la olla llena de parafina cuando ésta estaba aún tibia, y haber visto sus dedos como estatuillas de cera blanca.

Después que su mamá se marchaba y que su hermana le había dado un plato con un huevo y una taza de café ralo, se marchaba a la calle a jugar con sus otros hermanos y con los demás niños que vivían en el mismo vecindario. Ahí, jugaban de todo, desde arranca cebolla hasta ladrón librado. Juegos que él disfrutaba mucho, pero que al final salía desencantado porque cuando cebolla era el primero que arrancaban, y cuando ladrón, el primero que capturaban. Nunca como policía pudo capturar a nadie.

Cuando por alguna razón lo sacaban muy rápido de los juegos se sentaba en la acera a pensar en cualquier cosa, o cuando se aburría y tenía algunos centavos en su bolsa se iba a la tienda a comprar dulces o chicles. Fue ahí, camino a la tienda, que un día descubrió que en una de las casas que estaba en el camino había una ventana cuya base le llegaba hasta la coronilla de la cabeza. Oyó ruidos extraños y se colgó de los barrotes de hierro que protegían la ventana. Hizo un esfuerzo grande para sostenerse así, y que sus ojos alcanzaran a ver lo que producía esos ruidos extraños. Fue así, como por primera vez en su vida vio lo que era un televisor sin saber que era lo que veía.

Sus ojos se quedaron asombrados al ver que los que vivían en esa casa se sentaban alrededor de esa cosa y platicaban amenamente sobre lo que veían. Nadie lo vio a él, menudo intruso que compartía la programación de la televisión fuera o no de su agrado. De regreso con sus hermanos quiso interesarlos en lo que había descubierto y todos fueron a verlo, pero no todos sus hermanos estuvieron interesados, unos porque ya estaban más grandes, y otros porque disfrutaban más los juegos con sus amigos de su edad.

Así fue como él se fue adentrando en el mundo mágico de la televisión. Fue descubriendo la magia de otros mundos y como era Diciembre, fue aprendiéndose los comerciales que se repetían constantemente. A veces, o quizá la mayoría de veces no compartía el gusto por los programas que escogían ver los dueños de casa, y se sacrificaba sólo para ver los comerciales que presentaban.

Nunca le puso atención a las novelas, ni a los chistes que arrancaban carcajadas a los que estaban sentados en los confortables sillones, pero cuando venía el comercial de la hamburguesa, él se ponía a repetirlo de pe a pa con todo y las canciones. Lo mismo sucedía con el anuncio de un pollo, y con el una pizza. Pero lo que más le gustaba era aquel anuncio que mostraba a un señor gordo vestido de rojo y con una barba blanca, que se montaba en un trineo y que repartía regalos a todos los niños buenos del mundo. Le gustaba tanto, que hasta lo veía en sus sueños.

Ahí fue donde oyó que para recibir un regalo, había que ser un niño bueno. Y trató de serlo. Hacía todo lo que su mamá le pedía sin tardarse mucho para que su mamá no se enojara. Le ayudaba a su hermana a servir el desayuno y en los demás quehaceres de la casa. Si veía que sus hermanos se peleaban trataba de que no lo hicieran. Según él todo eso lo hacía un niño bueno y merecedor del mejor regalo que el señor de la barba blanca pudiera brindarle. No siempre le salía todo bien, porque por pequeño a veces se le caía media taza de café antes de ponerla en la mesa.

No le contó a nadie todo lo que estaba sucediendo, pero en las noches él hablaba con Santa Claus, Así le habían dicho que se llamaba el hombre de la barba blanca. Le contaba de su mamá y de sus hermanos y hermanas, y de él por supuesto. Y cada sueño fue una continuación del primero, porque si en el primer sueño se conocieron, él tímidamente fue hablándole a Santa de su familia en los sueños venideros. Mientras más se acercaba Navidad, la confianza entre ambos se hacía más grande.

Cuando lo consideró oportuno se acercó a Santa y le dijo: --¿Te puedo decir un secreto?-- Santa lo miró detenidamente y con una cara de abuelo amoroso y tierno le respondió: --Estoy para servirte --. El niño, que no estaba acostumbrado a modos formales de conversación no vaciló en decirle: "No, si no quiero que me sirvás, que lo que quiero es que me oigás". Santa no pudo más que dejar escapar una de sus famosas carcajadas y luego de sobarse la barriga, aclaró el mal entendido y reanudaron la conversación.

Fue ahí cuando el niño expresó todos sus deseos y pidió para todos: su madre, sus hermanas, sus hermanos, hasta que Santa le interrumpió diciendo: -- ¿Estas seguro de que no te falta nadie? --. El niño bajó la cabeza y comenzó a rascar el piso con uno de sus pies y a tratarse de arrancar los dedos de una mano con la otra. Dicen que Santa por tener experiencia con los pequeños sabe de psicología infantil, y ha de ser cierto, porque este Santa que se le aparecía en sueños a este niño era en ese campo todo un experto.

-- Eres un niño bueno --, dijo Santa con voz de trueno, y prosiguió: -- A tus hermanitos y a ti, les traeré bicicletas para que cuando vayan a la escuela ya no tengan que caminar tanto. A tus hermanas les traeré las mejores muñecas para que jueguen con ellas. Y a tu madre, que yo se que tanto quieres, le traeré un televisor y un sillón cómodo para que pueda descansar como se lo merece --. Y Así amaneció el 24 de Diciembre.

Cuando el desayuno estuvo listo, el niño no quiso comer. Hasta el hambre se le había quitado de la emoción. Quería decirle a todos sus hermanos y hermanas de lo que Santa le había dicho, pero lo que más quería era correr hacia donde estaba su mamá y abrazarla y decirle que pronto tendría algo que siempre ella había querido.

En la noche a la hora de la cena se reunieron todos alrededor de la mesa vieja. Era raro que en el transcurso del año compartieran la mesa juntos, por eso cuando lo hacían todos sabían que era una ocasión especial. Entre los "alcanzame el pan" y los gritos de "mamá, alguien me quitó mi vaso de fresco", se fue desarrollando una cena de lo más común y corriente, pero que quedaría grabada en la memoria de todos los chiquillos, como una de las mejores navidades.

Sabiamente la mamá les dijo a todos que tenían que acostarse temprano porque a la medianoche era cuando el "niño Dios" traía los regalos. Ya ella, y la hija mayor sabían la tarea que les tocaba: esperar que todos estuvieran dormidos para envolver los regalos y colocarlos alrededor del árbol navideño.

A la mañana siguiente todos se levantaron tarde porque nadie encendió el foco del cuarto. Su mamá cansada había decidido descansar un poco más ese día, además las actividades fuera de casa eran lentas, todo estaba cerrado.

El niño se despertó emocionado. No sonó con Santa esa noche y ¡cómo iba a hacerlo si Santa estaría ocupado repartiendo muchos regalos! Corrió hacia la sala y ahí vio apiñados a todos sus hermanos y hermanas alrededor del árbol, afanados en abrir sus regalos. No vio lo que esperaba ver, y sin decir nada salió a la calle para ver si los regalos se habían quedado en el techo, ¡pudiera ser que Santa no hubiera encontrado la manera de haberlos bajado!

Ahí estaba tratando de ver hacia el techo, cuando oyó las risas y algarabías de los niños que vivían en la casa de la ventana, de la cual él se colgaba para ver televisión. Los vio alegres y bien vestidos y haciendo apuestas en sus bicicletas nuevas que aún tenían las chongas de regalo. Corrió hacia la ventana y se colgó de nuevo. Vio con mucha sorpresa y tristeza a la vez, que en la sala de esa casa habían muebles nuevos y al fondo el nuevo televisor colgaba de la pared.

Adentro de esa casa, la conversación estaba dirigida a hablar de los muebles de cuero legítimo y de la televisión de alta definición y de pantalla plana y de las demás maravillas que la Navidad les había traído. Desde su tristeza el niño pudo observar que en el centro de la mesa se encontraba un adorno navideño de los que su mamá hacía.

Se regresó a su casa, pero no entró. Se quedó sentado en la cuneta. Se quedó pensando que era lo que había hecho mal, si había tratado de ser un niño bueno. Recordó sus dedos en la parafina durante la producción de flores para los difuntos, y del café que se le caía cuando le ayudaba a su hermana mayor a servir el desayuno. -- ¡Ha de ver sido por eso! – pensó para si mismo.

¿Quién iba a pensar que ese 25 de Diciembre, en esa cuneta, se sentarían desilusiones de una realidad no comprendida? Inmerso en sus pensamientos y en sus sueños frustrados, una lágrima amenazó brotarle, cuando de repente el grito de su madre lo volvió a la tierra: -- ¡Hijo!, veni a ver lo que te trajo el Niño Dios --. Se levantó despacio, caminó hasta su casa, abrazó a su mamá y cerró la puerta.

dago.

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