domingo, 15 de junio de 2008

La Casa de la Colina.

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Era una noche de invierno. Desde hacía varias horas, el día se había marchado apresuradamente. La colina había quedado ensombrecida por la súbita presencia de las sombras. Los árboles eran golpeados por el viento, y sus hojas aplaudían una sonata de remolinos en fuga. Ni una tan sola estrella, las nubes se habían apoderado del cielo.

La casa sobre la colina lanzó destellos de luz desde cada una de sus ventanas, y esa luz fue suficiente para ver que las tejas se agachaban ágilmente para que las hojas desprendidas de los árboles no las golpearan. Las puertas y las ventanas trataban de resistir el ritmo impetuoso del viento, pero éste era fuerte y las hacía bailar en contra de su voluntad.

En este caos, no se sabía si eran las nubes las que jugaban con el viento, o si era éste quien amontonaba a las nubes sobre la colina. En todo caso, la escena era siniestra. El color de las nubes era de un gris oscuro, como el color de trapos blancos sucios y revolcados en tierra. A veces tenían forma de gordura, otras de arrugas, y las más de las veces, cuando parecía que adquirían una figura conocida, enseguida se transformaban en otra figura que provocaba cierta ansiedad de que algo escondían.

En su movimiento comenzaron a chasquear pedernales para producir fuego. Eso era algo que disfrutaban hacer en los días de invierno, sobre las colinas y sobre las casas solitarias e indefensas. En cada chasquido se producía un enorme sonido y una chispa enorme, la cual como no tenía otra parte donde caer, caía en tierra. El choque de los pedernales era ensordecedor y aterrador al mismo tiempo. La luz de los rayos que se escapaban hacia las laderas de la colina, era más intensa que la luz que provenía de la casa. El trueno que lo acompañaba era suficiente para estremecer la fundación y hacer que toda la casa temblara.

El temor que el viento producía no era menos. Los árboles habían pasado de aplaudir apaciblemente la melodía inicial del viento, a agitar sus ramas en señal de auxilio. Se sentían desesperados de tal forma que los más pequeños enterraban más sus raíces para no ser arrancados, mientras los más grandes y viejos volvían a vivir la adolescencia de sus ramas quienes danzaban en ritmos caóticos y violentos.

Hubo frutos, quienes en su desesperación de tanto ajetreo, se dejaron caer en tierra, tan sólo para seguir siendo víctimas de lo incierto. Los que cayeron en algún charco se sintieron afortunados porque pudieron evitar el rodar sobre las laderas; mientras los que no tuvieron suerte, comenzaron a rodar desordenadamente y fueron chocando de tronco en tronco, hasta que un arbusto se apiadó de ellos.

Dos hojas enamoradas vieron desconsoladamente como su amor se convertía en escombros. Tomadas de la mano soportaron el vértigo de un vuelo azaroso, hasta que sus fuerzas las abandonaron; una de ellas terminó en la oscuridad eterna que se esconde junto al musgo que crece entre las tejas más húmedas, mientras la otra corrió una suerte diferente al ser arrastrada inmisericordemente varias veces alrededor de las piedras que se bañaban agitadas con las aguas de un río cercano. Así son los elementos de la naturaleza, a veces pintan un paisaje de ensueños, y a veces otro deshojado.

No todo era inseguridad en esta escena dantesca. El invierno se sentía seguro, las nubes que lo escoltaban sentían esa seguridad también. El viento, no se amilanaba al chocar ni con los árboles ni con las piedras. La inseguridad es sólo el sentimiento de estar fuera de lugar.

Pero aún estando en el lugar apropiado no deja de sentirse miedo cuando las fuerzas protectoras no demuestran poseer un poder sobre las fuerzas amenazantes. Eso era precisamente lo que sucedía dentro de aquella casa, en la ladera de la colina, al centro de aquella tormenta. Los niños que ahí se encontraban se refugiaban en los brazos de sus protectores, o se envolvían de pies a cabeza con las sábanas. Más de alguno se estremecía al compás de los truenos y se chupaba el dedo con más fuerza. El miedo entra por los ojos, o por los oídos, abraza la piel y se mece en las quijadas o en las coyunturas de los huesos.

La casa de la colina era aún segura para la cantidad de lluvia y de viento que le caía encima. Los árboles vecinos lo sabían, y aunque hubiesen deseado convertirse en leña y salir corriendo a refugiarse en su interior, sabían que tenían que quedarse con las raíces enterradas, apretando las uñas, e implorando que la tierra no se aflojase.

Los habitantes de la casa de la colina no lo sabían. Desde que los noticieros habían comenzado a hablar de calentamiento global, ya nadie estaba seguro con lo que el clima traía, y la casa, aunque segura por diseño de construcción, podría en un momento determinado ceder ante las fuerzas naturales que en los últimos inviernos más parecían maldiciones que fenómenos climáticos.

Los niños no lo sabían. En su inocencia, se imaginaban que sus padres eran más fuertes que los árboles, que el río, y que la casa. Para los más pequeños, era placentero volver a oír el corazón de sus madres después de los grandes estruendos. Los más grandes observaban la tranquilidad y serenidad de sus padres y aprendían de esa actitud, sin imaginarse la incógnita e incertidumbre que esos adultos llevaban dentro.

Así se fue formando la nueva generación de humanos que tuvo que enfrentar en los años venideros la inclemencia de un clima completamente errático e impredecible. Los glaciares fueron agonizando, y sus lágrimas fueron siendo recogidas por un océano cuyo dolor lo hizo hincharse más de tres metros de altura sobre su nivel anterior en menos de 50 años. Sobre la faz de la tierra fueron quedando pocas colinas, y en las pocas colinas que quedaron abundaron las chozas enterradas, abundaron las nubes grises y sucias, y los vientos huracanados.

En muchas de esas chozas enterradas aún se esconden los niños debajo de las sábanas; y aún, entre estruendo, relámpago y trueno más de un niño escucha el latir del corazón de una madre desesperada. Ya no hay noches de invierno; el invierno se convirtió en la estación privilegiada.

dago.